13/07/2023 | LUJÁN BERARDI

NOSTOS







El significado depende de quién escuche: para algunas personas Rosario es una ciudad argentina. Para otras, una virgen católica, un amuleto religioso con el que rezar. Para mí, Rosario significa otra cosa.

Rosario era mi otra mitad. Una maestra de primaria nos había apodado “las gemelas”, pero no nos parecíamos en nada. A los 11 años ella había roto más corazones que puntas de lápices; yo escribía, en mis cuadernos, las iniciales de los chicos que me gustaban. A ella le daban los papeles principales en las obras de teatro escolares; yo hacía de compradora de bazar, bruja o vendedora de empanadas. Pero siempre estábamos juntas. En el colegio nos sentábamos juntas. Pasábamos los recreos en el patio juntas. Salíamos a andar en bicicleta. Juntas.

Pienso en ella como en algo perdido en el fondo de un baúl: la sensación de escarbar profundo para encontrarlo intacto, los mismos colores, el perfume de siempre. Pero no.

Hay algunas cosas de las que me acuerdo bien. De su pelo largo que espejaba la luz como el río. De la nariz. De los pies chiquitos que yo le envidiaba. De su casa. Le robábamos el Nintendo al hermano mayor y jugábamos al Super Mario Bros. Se nos enfriaban las piernas sentadas en el piso de cemento del cuarto. No me gustaba su cuarto. Me gustaba pasar las tardes con ella.

En 4to grado se enfermó de varicela. Dos semanas sin vernos. Yo volvía del colegio y la llamaba. Todos los días la llamaba. Hablábamos una o dos horas sin parar. ¿De qué podíamos hablar una o dos horas sin parar? Después me enfermé yo. Estaba convencida de que el virus había traspasado el auricular.
¿Le pregunté cuáles eran sus sueños? ¿Qué quería ser de grande? ¿Le hice jurar que no nos íbamos a separar?

Cuando cumplimos 13 años, el colegio al que íbamos se fusionó con otro de la zona. No era lo mismo que cerrar: el edificio seguía funcionando como hasta entonces, muchos de las maestras y profesores mantuvieron sus puestos. Pero la dirigencia cambió. La mayoría de mis compañeros se fueron a otros colegios, la sentencia final de no volver a vernos nunca más. Ella también. Yo me quedé. Por suerte la infancia insiste. Sostuvimos por años ese precipicio de la adolescencia separada.

Fue difícil. No compartíamos las fiestas de 15. No compartíamos el grupo de amigos. No compartíamos tareas, exámenes, banco, patio. Nada. Solo la voluntad de no perdernos. Era la mezcla perfecta entre estar y no estar al mismo tiempo. Aunque ya no jugaba al Mario Bros ni a los palitos chinos con nadie. Ya no llevaba mi walkman para escuchar los Beatles en el recreo: escuchar los Beatles era un acto sacro y solo podía hacerlo con ella, con la única persona que a los ocho años entendía el significado metafórico de don’t carry the world upon your shoulders como si hubiese reencarnado tres veces en esta tierra. Separarse de alguien así es también una entrada a la adultez. ¿Se acordará ella de todo esto? ¿Me habrá extrañado menos? Dicen los que saben que extraña menos quien se va.

Lo intentamos. Nos aferramos lo mejor que pudimos. Pero la voluntad no es suficiente para acercar lo que se aleja. Y el tiempo es una fuerza centrífuga que te expulsa. Pasa la facultad. Pasan los novios. Las vacaciones con otra gente. Las fiestas con otra gente. Los trabajos con otra gente.

Cuando nos inscribimos en el Ciclo Básico Común para entrar a la UBA todavía insistíamos. Fuimos juntas para apaciguar los nervios de una decisión que ninguna de las dos estaba lista para tomar. Ella se anotó en Arquitectura, yo, en Abogacía. ¿Cuándo decidió ese futuro? Primer signo inequívoco de distancia, ya no conocía sus instintos primordiales.

Sexo, novios, primeras veces. Segundo signo inequívoco de distancia. No sabía de sus experiencias o sentimientos, nos poníamos al día meses o años después de sucedidos los hechos. La sensación de que todavía podíamos salvar el espacio entre nosotras con palabras ocasionales.

Fotos de su casamiento. Fotos de ella en un campo. Fotos de cocinas renovadas con una leyenda sobre diseño de interior hecho por ella. Tercer signo inequívoco de distancia. Saber que se casó, que tiene un campo y se graduó de arquitectura. Todo gracias a las redes sociales que aparentan recortar ese precipicio que resultó no ser solo adolescente. Yo abandoné Abogacía y me cambié a Letras. Cuando publiqué mi primer poema en un libro, Rosario me felicitó. Yo hice lo mismo con su casamiento.

Confirmación definitiva de la distancia: sé que ahora es mamá de una nena que debe tener cinco años o seis. Gracias, redes sociales, una vez más. Creo que hace poco la vi pasar por la calle Alvear, en Martínez. Si no era ella, se parecía: el mismo pelo de río, la misma nariz que a los 10. Llevaba un cochecito de bebé. Yo odio a los bebés. Siempre fuimos tan distintas.

Ya lo dijo Louise Glück mejor de lo que jamás podría hacerlo yo: “Observamos el mundo solo una vez, en la infancia. / Lo demás es recuerdo”. Somos eternos también en la infancia, cuando queremos y nos quieren con la inocencia de un niño. Como nos quisimos Rosario y yo.

 

Autor



︎Luján BerardiSoy Licenciada en Letras, especialista en Literatura Argentina y magíster en Periodismo. Participé con poemas propios en diversas antologías poéticas (Otras nosotras mismas, editorial Agua viva; Flotar; Jardín; Campo, todas de la editorial Camalote) y en 2022 publiqué mi primer libro de poesía, Los ruidos que hace un gato cuando duerme (editorial En danza). En 2024 saldrá Tiamat, mi segundo libro, en la editorial El vendedor de tierra.