LITERATURA | 10/07/2023 | MATEO ESPINA

EL RONI


Un cuento por Mateo Espina



Estábamos con el Roni tomando merca en lo de Santi cuando Santi se descompensó. De un momento al otro, se quedó duro en el sillón y le empezó a salir espuma de la boca. Los ojos se le pusieron en blanco; tuvo una larga convulsión, y se volvió a quedar duro. Con el Roni nos miramos, y tardamos unos segundos en reaccionar.

Un minuto antes Santi había empezado a arrastrar las palabras. El Roni había pensado que lo hacía en joda, y le había dicho:

 –Dejate de joder con el Diego, amigo, que son las diez de la mañana.

    Yo también había pensado que lo hacía en joda. Era común que Santi, estando de keta o de merca, arrastrara las palabras, o en realidad las vocales, imitando a Maradona en sus últimos años. Había un video en el que lo hacía en el country de una amiga mientras le meaba la pileta a plena luz del sol. Pero esta vez lo hacía de forma tan natural que no podía ser en joda. Las “e”s eran más largas, y era como que movía un solo lado de la boca. Después dejó de moverla del todo. Se quedó duro en el sillón, y le empezó a salir espuma de la boca.

    El Roni se levantó. Se acercó al sillón donde estaba Santi, y le tomó el pulso. La cabeza de Santi se había inclinado para un costado, y tenía la boca y los ojos abiertos. El living estaba a oscuras, las ventanas tapeadas por las frazadas que Santi había puesto desde que estaba paranoico. El Roni miraba un vaso de whiskey vacío sobre la mesa mientras le ponía dos dedos en el cuello. Después me miró a mí.

–La quedó –dijo. Sacó los dedos, y abrió grandes los ojos–. La concha de su madre, la quedó en serio.

No dije nada.

–¡Está muerto, boludo! –gritó el Roni– ¡te estoy diciendo que–

–No grites.

–Está muerto –susurró el Roni.

–Ya entendí, boludo, ¿qué mierda querés que haga?

–¡No sé, amigo, dame una mano!

–Okay –dije, y me levanté. Me acerqué a su lado. Miré a Santi en el sillón, y dije

–¿Estás seguro de que está muerto?

–¡Tocalo, Marco, si no me crees!

–Está bien –dije, haciendo que no con la cabeza.

El Roni me miró, y volvió a mirar a Santi.

–Qué vamos a hacer –dijo, ahora más tranquilo.

–¿Estás cien por ciento seguro de que está muerto?

–¡Tocalo, Marco, la concha de tu madre! –gritó el Roni, pero era como que gritaba susurrando.

–Tranqui. Dejémoslo acá. Pasale un trapo o algo por el cuello, limpiamos los vasos, y nos fuimos.

–¿Me estás jodiendo?

–Su viejo es juez. ¿Sabés el quilombo que se nos arma?

–¿Me estás diciendo que lo vamos a dejar acá?

–¿Querés estar 10 años en cana?

–No, pero–

–Vamos, entonces –lo agarré del brazo.

–No, amigo, por favor –dijo el Roni, y empezó a llorar.

–Vamos –repetí, y lo alejé del living– vos andá a ordenar la cocina que yo lo limpio. No dejes marcas, no seas gil.


                  Santi era un ex compañero del colegio. En ese momento estaba viviendo en un departamento por Microcentro que le había prestado un amigo. Estaba tomando bastante merca y se estaba encerrando bastante, y con el Roni cada tanto íbamos a manguearle un gramo y charlar un rato. Esta vez nos habíamos quedado tomando. Desde las nueve de la noche anterior, hasta las diez de la mañana del domingo.

Al salir del edificio, con el Roni nos engafamos. Era un día de mucho sol. La gente paseaba por Florida; miraba vidrieras y se frenaba en las lonas de los vendedores ambulantes. También estaban los de “cambio, cambio”, en las esquinas.

Tiramos las llaves de lo de Santi en un container, y caminamos para Plaza San Martín.

                  –Qué vas a hacer –dijo el Roni, que seguía susurrando.

                  –Ir a casa, supongo.

                  –¿Puedo ir con vos?

                  –Creo que necesito estar solo.

                  –¿En serio me decís?

                  –Sí –dije– además en casa seguro están mis viejos. No tira.

                  –¿No se iban al country los domingos?

                  –Por lo general sí, pero hoy se quedaban.

                  –La puta madre –dijo el Roni, y se frenó en medio de la peatonal. Miró hacia arriba, directo al sol, con los anteojos puestos. Después miró hacia abajo. “Okay”, dijo, asintiendo.
En casa no había nadie. Ni mi vieja, ni mi viejo, ni mi hermano menor.

Me encerré en mi cuarto. Tomé un ribo, y fumé un porro. Después puse los videos de Capusotto en youtube y esperé a que el sol empiece a bajar.


               Por la noche me llamó el Roni.

    –¿Pudiste dormir algo?

  –Nada.

  –Siento que se me va a salir el corazón.

 –Pasa.

 –¿Qué hiciste para bajar?

–Tomé un ribo.

–¿Y si el ribo no me baja?

–Esperá.

–¿Y si espero y no me baja?

–Hablemos mañana, mejor.                

–Okay, pero–

         Corté.


    Más tarde, esa noche, el Roni me volvió a llamar. Yo guardé el celular en un cajón, y salí al jardín a fumar un pucho.


  Lo encontraron el lunes. Me avisó mi vieja, pero recién el martes. No paraba de llorar. Era medio amiga de la mamá de Santi, pero tampoco tanto. Trabajan en el mismo estudio de abogados. Eran socias. No mucho más.

 
   
                  El miércoles el Roni apareció por casa. Lo hizo a las dos de la tarde, cuando sabía que mi vieja iba a estar en la oficina. Solo lo vio la empleada. Fuimos a hablar al quincho.

                 -Qué onda –dije, y le ofrecí un sillón. El Roni se quedó parado.

                  –¿Me bloqueaste? -dijo.

                  Hice que no con la cabeza.

                  –¿Entonces?

                  –Lo tengo en modo avión.

                  El Roni sonrió, mordiéndose el labio de abajo. Tenía los ojos rojos, y las ojeras marcadas de varios días. Sostenía un cigarrillo sin prender que le temblaba entre los dedos.

                  –¿Vas a ir al entierro? –dijo.

                  –Falta, para eso.

                  –Cuánto decís.

                  –Entre autopsia y demás, casi una semana.

                  El Roni volvió a asentir.

                –Yo creo que no voy a ir -dijo.

                  Yo asentí.

                  –No éramos tan amigos, igual –dijo.

                  –Está bien, que no vayas.

                  –¿Vos qué vas a hacer?

                  –No creo que vaya, tampoco.

                  –¿Tu vieja?

                  –Ella sí.

                  –¿Pero qué le vas a decir?

                  –Yo le voy a decir a ella.

                  El Roni me miró.

                  –Que me resulta demasiado triste.


El entierro fue la semana siguiente. Un jardín de paz por zona sur. Fui con mi vieja y con mi hermano más chico, que era compañero de colegio del hermano más chico de Santi.

La mamá de Santi tenía anteojos negros y un paraguas para el sol. No soltó una lágrima. El viejo no tenía anteojos ni paraguas, y no paraba de llorar. Cuando el cajón bajó, cayó de rodillas sobre la tierra y pegó un grito mirando al cielo que me hizo buscar al Roni con la mirada.

                  Después la gente se movilizó hacia la casa de Banfield de los viejos de Santi. De chicos habíamos ido un par de veces con el Roni, pero ahora hacía tiempo que no íbamos.    

Salimos a la calle para hablar tranquilos.

                  –Estuvo fiero –dijo el Roni.

                  –Mal.

                  –¿Vos viste cómo se puso el viejo?

                  –Un idiota.

                  –Re cualquiera, igual.

                  –Jaja.

                  La tarde estaba soleada, y la zona de Banfield en la que estábamos tenía veredas con árboles. Era otoño, y las hojas empezaban a acumularse en las canaletas. Después el Roni dijo que tenía que ir arrancando.

                  –¿Querés que te tire por Recoleta? -dijo.

                  –Creo que vuelvo con mi vieja.

                  –Como quieras –dijo el Roni, y se empezó a alejar. Se subió a su camioneta, y bajó la ventana para decir– el viernes toco en Crobar. Si querés te consigo un free. Avisame antes del jueves, nada más.

                  –De una.

                  –No cuelgues –dijo el Roni, y puso primera.



Al par de meses nos encontramos en el cumple de un amigo en común. Fue en un bar por Palermo. Nos dimos un abrazo, y salimos a la terraza.

–¿En qué andás? –dijo el Roni.

–Tranca. ¿Vos?

–Me dijeron los pibes que no estás saliendo.

–No mucho. Estoy de novio.

–Mirá –dijo el Roni– ¿con quién?

Pensé un nombre rápido, y dije

–Valen, se llama. Es del Cristoforo Colombo. No la conocés.

–De una –dijo el Roni, no muy convencido. Me miró, y sonrió. Me dio un abrazo– te extrañé, amigo.

-Yo también.

-¿No querés ir a tomar una birra uno de estos?

–Re estoy.

–Sin presión, igual. Si te llegan a dar ganas, me escribís.

Después entró al bar con el resto de los chicos.
La fiesta se hacía en Parque Carancho, atrás del hipódromo. Tocaban el Roni y un par de sus amigos. Era año nuevo. Yo estaba sobrio, dando vueltas por la plaza, cuando lo vi en la cabina de djs. No lo veía hace años. Estaba maquillado y usaba brillos y pestañas falsas. Tenía una novia andrógina o trans –nunca la llegué a conocer– y estaban los dos en la cabina, bailando y dándose besos. No lo volví a ver hasta más tarde, cuando me lo crucé de frente por el parque, y ya era de mañana. El Roni me dio un abrazo y me invitó a sentarme en la caja de su camioneta. Había varias motos en la plaza, pero camioneta era esa sola. Al subirnos a la caja sentí que, aun estando sentados, estábamos más alto que el resto de la fiesta.

–¿Cómo venís? –dijo el Roni.

–Tranca, ¿vos?

–¿Seguís de novio?

–Ya no.

–Me dijeron los pibes que estuviste en rehab.

–Un par de meses, sí.

–A mí casi me meten mis viejos.

–Qué paja.

–Unos hijos de puta.

–Jaja.

El Roni sacó el frasquito donde siempre había guardado la merca, y se tomó un tiro con una mini cucharita. Mientras se pasaba los dedos por la nariz, dijo

–¿Querés?

Hice que no con la cabeza.

El sol de la mañana se filtraba entre las ramas de un árbol y dibujaba formas geométricas sobre nuestros brazos. Cuando me levanté como para irme, el Roni dijo

–¿No querés pasarte un toque por la cabina? Están el Perro, y el Loro, y el Gusano, que seguro te quieren ver.

–En un rato tengo que almorzar con mi vieja.

El Roni asintió. Yo estaba parado, y él seguía sentado contra un borde de la caja. Nos miramos un momento y yo, sin saber por qué, le estiré una mano como para que nos demos un apretón. Fue un apretón suave. Por un segundo recordé cómo en el colegio, cuando un profesor de deportes nos daba la mano muy fuerte, con el Roni le poníamos la mano floja o le dábamos solo la punta de los tres primeros dedos como para que el profesor se enloquezca y nos mande a dar vueltas juntos alrededor de la cancha de rugby.

-Nos vemos -dije.

-Cuidate –dijo el Roni.

-Vos también.

Caminé por el parque en dirección a Dorrego. A los cincuenta metros, me di vuelta. El Roni se había bajado de su camioneta y estaba de vuelta en la cabina de los djs. Un amigo le pasaba una lata de birra, y el Roni bailaba al ritmo de la música. Cerca estaba su novia, también bailando.

Bordeé el hipódromo y llegué a Libertador. Busqué un taxi, pero no había. Era año nuevo. Así que crucé la avenida, y me senté en la parada a esperar el 130.




Autor


︎Mateo Espina