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El lenguaje es una escopeta de dos caños

  • Matías Yeatts
  • 13 mar
  • 4 Min. de lectura

Actualizado: 14 mar

Vivimos en una era de titulares, donde el lenguaje se reduce a lo esencial para captar la atención fugaz del lector y evitar que se pierda en la distracción infinita
 

Hay situaciones que exigen que el lenguaje se articule alrededor de unos breves balbuceos. Una de ellas, clásica, es la de comprar alguna cosa en el kiosco: ¿Tenés Chester? Sí. ¿Cuánto están? Mil doscientos pesos. El comprador entrega la plata. El vendedor verifica el monto, abre la caja y le da el  vuelto al cliente. Acá está tu cambio. Gracias. A vos. Chau, nos vemos. 


Claro está que hay tantos hablantes como personas y, entre ellos, están los que ni siquiera esgrimen una sílaba cuando requieren algo; se comunican puramente a través del lenguaje cuidado de los gestos.


Tengo una amiga que es una pésima oyente. No resiste más de treinta segundos de una historia o anécdota. Pierde el interés, se aburre o su mente deriva hacia otra cosa, como a un barco que se lo lleva la corriente. 


Frente a ella, me siento como un narrador inadaptado, incapaz de urdir la menor trama. Nuestros diálogos me enfrentan a un desafío que resultaría la mejor escuela para cualquier narrador. También resultaría un gran ejercicio para aquellos que gustan de relatar sus sueños, y que olvidan que del otro lado hay un destinatario que, vida mediante, está intentando atravesar esa aburrida trama onírica; ¿qué si pudiéramos resumir esa madeja de acontecimientos en un sintagma punzante como un alfiler? 


Antes de empezar a contar lo que sea que quiero contar -una película, un comentario de un libro, alguna situación de la semana-  me pregunto qué caminos debe tomar la palabra para llegar a la otra orilla sin que la tormenta de su distracción la haga extraviarse y no llegar a puerto. En esos momentos, soy un detective perdido en una gran ciudad brumosa donde todos los callejones parecen rutas hacia la incertidumbre. 


Como buen detective, tomo nota de las estrategias que han tenido éxito en pasados diálogos: una palabra inusual, rara, como una joya, escondida en el centro de la frase; los verbos en presente por sobre las narraciones en pasado; un uso excesivo de las onomatopeyas ¡puf! ¡paf! ¡plloooooom! ¡piuuum!, entre otras. 


Sin embargo, confieso que encontré la fórmula perfecta. La llamo “Economía total del lenguaje”. Se me vino a la cabeza leyendo el diario. Leer el diario físico es hoy un acto revolucionario, ¿quién osaría atravesar este mar negro en los tiempos que corren? Esto pensaba. Los diarios físicos desaparecen lentamente. Llevar un diario bajo el brazo es el equivalente a ingresar con una ametralladora a un edificio público. No es casual, la información es poder, repiten como loros los periodistas. Entonces,  deduje que hoy solo se leen los titulares y, a veces, las bajadas. En última instancia, si el lector se encuentra con un artículo que el algoritmo ha depositado hábilmente sobre su pantalla,  entonces se propone leer un poco más. Es ese poco más lo que lo impulsa. No sabe qué tan lejos llegará. Lo lleva una curiosidad jadeante. Una pulsación sobre la pantalla despliega el artículo que ahora se entrevistará con su lector. Es un momento decisivo. ¡Cuánta destreza puesta en juego! ¿Habré adoptado la formación correcta? Se pregunta el texto. ¿No habré descuidado las bandas? ¡Me falta un cinco! Un paso en falso, un verbo pasivo, una sola frase que se estira demasiado, y el lector habrá abandonado la lectura, indiferente. 


Videodrome - David Cronenberg
Videodrome - David Cronenberg

Ahí quedó el texto, sin realizarse. Como una película olvidada in media res o un discurso interrumpido. Pero, algo se lleva el lector. Una semilla que plantará con descuido en otro texto, en otro artículo. Quizás ahí lo extraviado llegue a alguna orilla. Ese lugar de arribo, aunque no era el deseado por ninguno de los dos artículos, es la modernidad. A heap of broken images, tal como dice T. S. Eliot en The Waste Land. 


Dadas las circunstancias referidas antes, el oficio del periodista es muy triste. Se siente constantemente traicionado por la desatención de sus lectores. Ante esto, debe tomar una decisión: emprender un naufragio al compás de la errancia del lector o luchar contra viento y marea, intentando anclar al lector contra el puerto del texto. 


Todo esto me lleva a una conclusión demasiado extensiva, ma non troppo: llevamos una vida de titulares. Así lo diagnostican nuestros funestos Curriculum Vitae. Maldita invención que convierte nuestras vidas en una lista de supermercado. Mejor dicho, la lista de supermercado requiere incluso más habilidad.


En fin, la estructura de lo expuesto ya evidencia cómo el lenguaje ama fugarse. Me recuerda a aquel poema de Mario Montalbetti: “¿cuál es la diferencia entre una vaca y el lenguaje?/ una vaca/ ¿qué es una vaca?/ una vaca pace al lado del camino/ el camino da un rodeo/ y lleva hasta el granero/ la vaca cruza el camino/ sin rodeos/ el lenguaje no puede hacer eso”. 


Permítanme volver a lo anecdótico. Mi amiga, a esta altura, ya habría abandonado el texto. Empleo el recurso “Economía total del lenguaje” cuando quiero contarle algo y, para captar su atención grito, a toda voz: ¡TITULARES! Todos conocen la función que cumplen en los canales televisivos -desde los más chimenteros hasta los que pasan por serios-. 


Requiere de una habilidad singular de la cual Hemingway presumía en sus cuentos, sintetizada como la teoría del iceberg. Para ello, se debe reducir (y esto ya semeja a una receta) una serie de eventos, que a un narrador promedio le llevaría de cinco a diez minutos, a un enunciado simple y, como se dice, al pie. 

Así, cuando le quiero contar la trama de una película construyo frases seductoras: Suicida que busca la felicidad. Millonario sale por las noches a combatir el mal. Todo allí debe construir sentido. Es como una roca pulida donde fulgura la simplicidad. 


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